¿Han visto la película Ratatuille de Disney? Si no lo han hecho y les gusta el tema de la gastronomía, les sugiero que la vean.
Si la han podido disfrutar sabrán a qué me refiero. ¿Se acuerdan del desenlace, del momento en el que a ese crítico gastronómico llamado Anton Ego, tieso y engolado como el solo, (fantástico el nombre, por cierto) se le desarma el chiringuito al probar, recordar y evocar sus años de infancia cuando le presentan un “nuevo” plato? Se lo recuerdo, es esta escena…
Supongo que a quién más y quién menos le ha pasado algo así alguna vez. Precisamente es por lo frecuente de estas sensaciones que la escena tiene la fuerza que tiene y conecta con nosotros de ese modo.
Bueno, pues el otro día me pasó algo parecido con una barra de pan. Mi mujer trajo una barra que había adquirido en un obrador cercano a nuestro domicilio pero al que nunca habíamos terminado por recurrir a causa de las largas y frecuentes colas de personas que quieren comprar allí el pan. Sea como fuere que se adquirió aquel día el hecho es que aquel pan acabó en casa. ¡Cuánto tiempo hacía que no identificaba ése olor en el pan! Y no será porque no procuramos comprar pan de verdad en el día a día… sí, pero no era ése pan, aquel pan, no otro parecido. Aquel pan que hace más de 30 años te esperaba, de par de mañana, junto a dos bolsas de leche fresca al otro lado de la puerta de casa (como ven eran otros tiempos para todo, hoy este “servicio” sería impensable).
Y el “efecto túnel” el mismo o muy similar que el que le acontece a Anton Ego en la peli… los aromas de la leche caliente con chocolate del desayuno, el pan con mantequilla, el chorizo de Pamplona que acompañaría a ése mismo pan dentro de una bolsa para disfrutarlo más tarde en el recreo… en fin, otro pan. O sencillamente pan, no sé.
Este agradable “déjà vu” me pasa con relativa frecuencia cuando preparamos, hoy con mi familia, una excursión y nos llevamos una bolsa con bocatas y fruta para comerlos a lo largo de la jornada, en el campo, en la playa… Así, a media mañana o bien más tarde cuando vas a buscar la merienda a la mencionada bolsa, el olor que sale de la misma me aporta una importante carga emocional y me lleva, aunque no lo quiera, a las excursiones que hacía de niño con el colegio, más frecuentemente a la localidad de Javier a visitar su castillo que era todos los años (cosas de estudiar con los Jesuitas y de ser pamplonica). Aquella mochila roja en la que tantas veces habían viajado dos bocatas de tortilla, uno de chorizo, una naranja, un plátano y una cantimplora con agua.
En fin, cómo ven no siempre estas evocaciones alimentarias se tienen porque relacionar con alimentos mejores o porque antes fueran mejores. Aunque, qué duda cabe, la barra de pan del otro día era infinitamente mejor que el 99% de las que se vende hoy en día como pan en… no importa casi que sitio (el super, la gasolinera, etc). En este sentido, algo que me llama poderosamente la atención es el que algunas gasolineras se hayan convertido en auténticos referentes (para ciertas personas) en la venta de pan. Y no me refiero a la “compra de conveniencia”, que eso lo entiendo más o menos (paras a echar gasolina, ves el pan y le dices: “tú te vienes conmigo hoy a casa”) si no al ir a la gasolinera a por pan. Pan de gasolinera. Madre mía.