Mi abuelo Vicente era médico rural, y falleció hace ya muchos años. Como persona era uno de esos abuelos a los que te podías quedar pegado la tarde entera mientras te contaba batallitas; él en su sillón preferido y sus nietos alrededor. En esas circunstancias traía a la memoria variopintas anécdotas de su dilatada e intensa existencia. Historias que, hoy no me cabe duda, sacaba a colación con un doble fin, por un lado el educador o ejemplarizante y, por el otro, para evocarlas en su cabeza y verlas, quién sabe, como más cercanas. De esta forma mis hermanos y primos nos enteramos de muchos despertares suyos de madrugada para, a caballo y con una lampara de petróleo en alto, cruzar medio valle de Lecumberri a través de la nieve para atender a alguna mujer que estaba dando a luz en algún barrio cercano; o también de cómo, junto a otro colega con el que atendían a los pacientes de la zona, usaban útiles terapias algunas basadas en el efecto placebo.
No obstante, una de las reflexiones suyas que con más frecuencia suelo rescatar de mi memoria está relacionada con el tema del comer y no comer. Recuerdo perfectamente aquel día de colegio cuando con más o menos 12 años me levanté de la mesa tras haber terminado de comer en casa de mis abuelos. El menú, muy probablemente, ensalada de patata y remolacha, y las excelsas albóndigas en salsa que cocinaba mi abuela (no he vuelto a comerlas iguales desde entonces). Comenté que me encontraba lleno, que no podría comer más aunque me lo propusiera y hablé sobre lo poco que me apetecía volver andando en estas circunstancias al colegio. Entonces me abuelo me dijo: “Juan, la medida en el comer consiste en levantarse de la mesa en disposición de volver a comer lo que ya se ha comido“. Me quedé sorprendido y no pude por menos el contestarle: “abuelo, si me levanto así, me levantaría con hambre“. Sí pero no, contestó él; es posible que sentado en la mesa tengas más “gana” y que con el fin de aplacarla el cuerpo te pida seguir comiendo, pero eso ya no es “hambre”. Además fíjate, añadió, haz un día la prueba y aunque al principio sientas más “gana” tras haber acabado de comer, tras el postre, comprobarás cómo a los 10 minutos más o menos ya no la sentirás y, por tanto, no tendrás más gana de comer más. Qué razón tenía.
Son varias las entradas de este blog en las que me he dedicado a hablar de la calorías, qué son, cómo se calculan, de qué depende que un alimento aporte más o menos, etc. Pudiera parecer que, como dietista-nutricionista, estoy obsesionado por el tema, pero no hay nada más alejado de la realidad. Sirva como ejemplo el decir que nunca en mi desempeño profesional, jamás, he pautado una “dieta” calibrada al milímetro por las calorías o he aportado las típicas dietas de lunes a domingo (o del tiempo que sea) en las que se detallan con “gramos y señales” todo aquello que se le sugiere comer al interesado. Sobre estos estos ejercicios de calibración he de decir que ya me cansé de hacerlos en la facultad y que me sirvieron para tomar conciencia de muchos aspectos relacionados con el consejo dietético; pero después de leer y escuchar mucho tanto dentro como fuera de la universidad, en este particular, me quedo con la frase de mi abuelo: “la medida en el comer consiste en levantarse de la mesa en disposición de volver a comer lo que ya se ha comido”.
El “problema” es que la naturaleza humana se caracteriza entre otras cosas por poder comer y sentir la pulsión de hacerlo más allá de las necesidades nutricionales puntuales. Espero que este ejemplo les sirva: las bodas. Me refiero a aquellas en las que los novios se “estiran” con un buen aperitivo previo al banquete, un aperitivo que se prolongue durante una hora o más y que sea abundante. En estas circunstancias es frecuente que a la hora de pasar al comedor oigamos a no pocos invitados decir que ellos ya no comerían más, que el aperitivo estaba riquísimo, era abundantísimo y que no se sentarían a comer… ¿pero qué sucede? que se terminan sentando y se meten 5 platos uno detrás de otro para lo que dedican dos horas y media (o más). En resumen, tenemos una especial capacidad para comer más allá de lo que nos conviene y, además, lo hacemos con gusto (aunque luego nos pene).
Así pues, hoy acabo con un consejo: tanto en las bodas como en el día a día, no es recomendable comer hasta sentirse “harto”, no es preciso comer como si fuera la última vez que lo fuéramos a hacer. Moderar, ponderar las cantidades en todas las ingestas del día, en especial comidas y cenas, y levantarse de la mesa antes de haberse “hinchado” es una buena recomendación. Si lo hacemos así, pocos minutos después comprobaremos que ya no tenemos más “hambre”. La planificación de otras ingestas o pequeñas colaciones a lo largo del día, almuerzos y meriendas, es otras de las estrategias que nos ayudarán a articular de mejor forma nuestros hábitos de alimentación, pero esto, junto con la importancia del desayuno son temas para otro día.
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