El desayuno está servido, la comida está servida, la cena está servida…

– ¿Sabes cuáles son los tres sonidos más hermosos del mundo?

El desayuno está servido, la comida está servida, la cena está…

– Noooo, no, no… la cadena de un ancla, el motor de un avión y el silbido del tren.

– Cacahuetes…

 

Quienes me conocen ya saben de mi pasión por el cine (por el clásico en especial, sin casi importar el género). Afición de la que me vanaglorio de saber un poco menos que de nutrición (lo cual no es decir demasiado, lo sé). Sea como fuere la cuestión es que ambas cosas me apasionan. Esta afición que algunos atribuyen a causa de tener una cierta edad no se debe a tal. Recuerdo como con 16 años le pedía a mi profesor de judo, cuando aun conservaba ciertas esperanzas de ser alguien en ese deporte, que me dejara salir del entrenamiento 10 minutos antes para poder llegar a casa y ver desde el principio las pelis que, ahora recuerdo, ponían en un ciclo de La 2 sobre Katherine Hepburn (Oh Diosa!)

El ejemplo que hoy os traigo, el diálogo antedicho, viene de la mano de una extemporánea “¡Qué bello es vivir!” (It’s a wonderful life, Frank Capra, 1946) no es más que la constatación de lo arraigado que está entre la población el comer, o mejor dicho el placer por comer. Aquí tienes el enlace a su versión original por si el anterior llegado el momento falla.

Este diálogo entre dos de sus protagonistas, James Stewart y Thomas Mitchell, banal para su argumento, captó mi atención casi desde la primera vez que la vi y pone de manifiesto lo predispuestos que estamos a sentarnos a una mesa para comer.

Comer, como digo, es un acto al que asociamos palabras como rico, bueno, maravilloso, placer disfrute, etcétera. Recorremos cientos de kilómetros para comer en este o aquel restaurante; celebramos, compartimos, recordamos, nos confesamos, nos prometemos, emocionamos, etcétera ante una (buena) mesa. Al igual que añoramos, recordamos, emulamos aquellas otras cuando las presentes no son todo aquello que nos gustaría que fueran.

Frente a esta realidad, están las consabidas “dietas”. Las de principio de año, las previas al verano, tras el mismo… ya sabes, las “dietas”. Las de “125g de lo que sea con 73g de aquello otro”, las de las restricciones, las del ayuno “saludable”, las de “esto sí, pero de aquello otro no”, las de mañana acabo (¡por fin!) o las de mañana empiezo (¡oh Dios, qué voy a hacer!). O de forma más concreta: tu dieta. Tu maldita dieta.

Aunque no lo creas y con independencia del nombre que la avale o de la firma que esté detrás, en realidad se trata, en todos los casos, de la misma dieta. La mismita. Es esa que siempre muestra una lustrosa apariencia pero resulta ser de escasa persistencia, se trata en todos lo casos de la misma ignominia que empieza por decirnos cuan pecaminosos han sido nuestros hábitos previos y cuantos ascéticos sacrificios hemos de auto inflingirnos para alcanzar unos efímeros resultados. En todos los casos es la misma por que ninguna funciona, a la larga, cuando determinación y voluntad iniciales sucumben al hastío y al aburrimiento.

¿Y sabes porqué, en parte, tu dieta no funciona? Por que en realidad, se llame como se llame (algo malo a priori que tenga ya un nombre) ninguna de ellas tiene en cuenta uno de los principales motores de nuestra supervivencia en estas circunstancias de superabundancia… el placer por comer, ya te lo he dicho. Este placer es algo consustancial, inherente e ineludible. Al principio, tu dieta (recuerda tenga el nombre cualquiera que le hayan puesto) te prometerá el oro y el moro, te dirá que no pasaras “hambre”, que disfrutarás, que será súper-llevadera, etcétera. Te lo prometerán sobre el papel, más en concreto sobre el papel de la portada o de la contraportada o de su envoltorio, incluso entre sus primeras líneas si se trata de un libro “de autoayuda”. Pero la realidad, tú lo sabes bien a pesar de lo maniatado y amordazado de tu subconsciente cuando empiezas la dieta, es otra. Más adelante, sí o sí, te esperan restricciones, privaciones, alteración de los horarios, de tus compromisos sociales…

Así pues, recuerda, si en algún caso te quieres “poner a dieta”, (y conste que te desanimo a que emplees este término) nunca pases por alto o te olvides del placer que supone para ti el comer. A todos nos gusta comer. Tendrás que llegar a un punto de encuentro entre lo que te gusta y lo que te conviene, dando a cada apartado su justa parcela. Si no tienes recursos (culinarios, de organización, conocimientos, etcétera) te sugiero que contactes con un (buen) dietista-nutricionista.

Por último, permíteme un consejo, cuando te hablen de “pequeños caprichos“, “día libre” o de “no dieta” huye. Huye como alma que lleva el diablo. Estas expresiones guardan en su interior el germen de esos sacrificios futuros que al parecer te esperan (y que además ¡están planificados!) o de los que ya has pasado. Y no se trata de eso. Para nada. Nadie te dice que el cambio de hábitos sea algo en principio sencillo, pero se trata de cambiar para disfrutar, no para sufrir. De otro modo auguro un mal futuro. Recuerda, una vez más, qué bello es vivir.